Fernando Contreras y Plato Latino: cuando compartir también alimenta

Fernando llegó a Estados Unidos hace 35 años desde Puebla, México, con pocas cosas materiales pero con muchas ganas de salir adelante. Como tantos inmigrantes, empezó desde abajo, lavando platos y limpiando pisos. Pero también como muchos, traía consigo algo más fuerte que cualquier diploma: la voluntad de aprender, de ayudar y de construir algo propio.

Desde los primeros días, la cocina fue su mundo. No por vocación inmediata, sino por necesidad. Creció en un hogar sin padre, con una madre que trabajaba sin descanso. Desde pequeño asumió responsabilidades en casa: tareas como freír un huevo, calentar tortillas, subir un dobladillo o coser un botón eran parte de su rutina. Las aprendió por necesidad, mientras su madre salía cada día a luchar por sacar adelante a la familia. “Mi mamá nos enseñó cosas que comúnmente hacían las mujeres, porque ella quería que no fuéramos inútiles”, dice. Esa preparación, hoy lo sabe, fue clave no solo para su independencia, sino también para su matrimonio, que ya lleva más de tres décadas.

Durante años trabajó como cocinero en restaurantes latinos. Hasta que un día, simplemente, decidió que era hora de hacer algo para él. No lo planeó mucho: acababa de vender una casa que había comprado en sociedad, una experiencia difícil pero aleccionadora. Con ese dinero fue al banco con su esposa, y al salir se detuvieron frente a un local vacío. “Un hombre se me acercó y me dijo: ‘Aquí quedaría bien un restaurante latino. No le pongas Mexican Food, ni Puerto Rican Food, ni Cuban Food. Mejor ponle Plato Latino’. Y así fue. Fue algo que simplemente se dio, una coincidencia que él interpreta como una señal divina, lo que él llama con cariño una ‘Diocidencia’.

De eso han pasado ya 20 años. Al principio lo hizo todo: cocinero, lavaplatos, mesero. Fueron tiempos duros. “Pagaba a todos y yo me quedaba sin dinero. Le decía a mi esposa: ¿en qué me metí?”, recuerda. Luego vino la crisis del 2008. Muchos negocios cerraban, pero él resistió. Y en medio de esa tormenta, encontró un propósito mayor.

En ese entonces, en los alrededores de la autopista 275, había muchos indigentes. Él comenzó a sacarles comida desde su restaurante. Al principio solo salía a darles lo que le sobraba. Pero luego pensó: “No los estaba motivando, más bien les estaba haciendo más fácil quedarse donde estaban”. Entonces creó una regla sencilla: los miércoles y viernes, de 6 a 8 de la tarde, podían comer lo que quisieran del restaurante, sin llevarse nada, pero con dos condiciones: estar sobrios y bañados. “Eso los motivaba. Y se llenaba el lugar”, dice. Al poco tiempo, gente que pasaba, iglesias, conocidos, comenzaron a donar. “Solo pagué el primer día. Después, siempre hubo alguien que decía: yo cubro esto”.

Ese gesto de dar sin esperar se volvió parte del alma de Plato Latino. Porque como él mismo dice, “no se trata de que tú haces que el negocio te dé de comer; es el negocio el que te permite comer a ti”.

No se formó en escuelas de cocina, pero aprendió bajo la disciplina de un cocinero cubano estricto y apasionado por su oficio, que en paz descanse. Una de sus lecciones más duras fue cuando le prohibió usar la misma cuchara para probar distintos alimentos. “Me dejó una marca con la cuchara, una forma dura de enseñarme”, recuerda. “Me dijo: cada sabor se respeta. No puedes confundir a tus clientes”. Esa experiencia lo marcó profundamente, no solo en su dedo, sino como formador.

Años después, cuando comenzó a construir su propio equipo, decidió contratar personas sin experiencia, para poder enseñarles desde cero como él mismo había aprendido con esfuerzo gracias a su mentor. Uno de sus cocineros actuales, también cubano, lleva casi dos décadas trabajando a su lado. Y aunque han pasado los años, hay una frase de aquel maestro que sigue guiando su criterio al contratar: “Contrata cubanos, que los cubanos no se rajan”.

Cuando habla del futuro, lo hace con calma. No busca expansión ni franquicias. Quiere seguir viendo crecer a sus hijos, conocer a sus nietos y compartir su vida con su esposa, seguir alimentando a su comunidad. A veces, en aeropuertos, lo reconocen. Le gritan: “¡Plato Latino!”, y él sonríe. Porque sabe que lo que construyó no fue solo un restaurante. Fue un espacio de dignidad, de cultura, de familia. En cada plato que sirve, entrega algo más que comida: ofrece respeto, comunidad y una lección silenciosa de generosidad.

“Hay que ser humilde”, dice. “No puedes exigirle a alguien algo que tú no haces. Y tienes que dejar que la gente trabaje, que crezca contigo”.

Habla con sencillez, pero sus actos dicen más. A través de los años, ha ofrecido mucho más que platos calientes: ha servido respeto, cuidado y una segunda oportunidad a quienes ni siquiera conocía. Y lo ha hecho sin pedir nada a cambio, solo con la esperanza de que ese gesto, multiplicado, haga del mundo un lugar un poco más digno. Por eso, para muchos, Plato Latino no es solo un restaurante: es una mesa donde caben la empatía, la comunidad y el alma de un hombre que nunca dejó de creer en los demás.