Por Alfredo Prieto, Tampa FL, [email protected]
Foto: Facebook Daniel Shoer Roth
Bautizado en 1513 por el conquistador español Ponce de León, su nombre original era ese: Cayo Hueso. Cuentan que la tribu seminole, de puros guerreros, fue arrastrando a la de los calussa Florida abajo hasta el cayo: terminaron masacrados y aniquilados. Y que cuando los españoles llegaron, encontraron tantos esqueletos y huesos en la zona que el apelativo prácticamente vino solo[^8^].
Los vínculos de La Habana con este pedacito de tierra son sanguíneos, y por consiguiente pletóricos de vasos capilares. Al principio fue territorio subordinado a la Capitanía General de la Isla. Pero incluso durante la posesión británica de la Florida ocurría algo muy peculiar: los españoles le llamaban “el Norte de La Habana” y expedían licencias a los hombres de mar para pescar en el Cayo, regresar a San Cristóbal y vender la captura en los mercados de las plazas[^10^].
En 1815 el Gobernador de La Habana se lo traspasó legalmente a Juan Pablo Salas, un militar peninsular destacado en San Agustín, Florida, y auténtico exponente de la picaresca española. Lo vendió dos veces: la primera, a un ex gobernador de Carolina del Norte por un barquillo valorado en 575 dólares; la segunda, al hombre de negocios John W. Simonton por 2.000 pesos, arreglo que, según aseguran, ocurrió en 1821 en un café habanero[^10^].
Establecida su pertenencia definitiva a la Unión en 1822, Key West también fue lugar de asentamiento de migraciones cubanas antes, durante y después de las guerras del siglo XIX, y sobre todo de tabaqueros, colectas y prédicas patrióticas. Y hasta llevaron piedras cubanas: una del ingenio “La Demajagua” y otra de la vieja muralla habanera, cuyas primeras demoliciones comenzaron en la década de los 60 del siglo XIX.
Fundado en 1871 por José Dolores Poyo y Juan María Reyes con el objetivo de promover los valores culturales y los ideales patrióticos, el Instituto San Carlos es otra de esas huellas. Desde allí Martí anunciaría a los patriotas el establecimiento de un frente unido para la independencia de Cuba: el Partido Revolucionario Cubano.
La tumba de Juana Borrero (1877–1896), una de las almas más sensibles del panorama cultural cubano de fines del XIX minada por la tuberculosis, sella con tierra santa esa relación histórica tan peculiarmente cercana.
Uno de sus resultados fue la existencia de toda una infraestructura para el movimiento de mercancías y personas entre ambos puntos, historia que puede rastrearse en el tiempo y que alcanzó su clímax durante los años 40–50 del pasado siglo.
Hacia la primera década del XX, los cambios en las comunicaciones y medios de transporte público posibilitaron un aumento sustancial en el movimiento de pasajeros, tanto dentro como fuera de Estados Unidos. Hubo, por ejemplo, ferrocarriles y líneas que conectaron a Key West con Tampa, Nueva York, Washington DC, Chicago y otros estados de la Unión.
Para llegar a Cuba, en 1928 el presidente Calvin Coolidge viajó junto a su esposa y su séquito en el tren presidencial desde Washington DC hasta Key West, donde abordaron el USS Texas, que fondearía en el puerto habanero el 15 de enero. Primera vez que un presidente de Estados Unidos ponía sus pies en la Isla.
Escribe Amity Shlaes, una de sus biógrafas: “miles de personas se encaramaron en el Castillo del Morro y en los techos de los edificios levantando sus cuellos para ver al USS Texas cuando entraba en la bahía”.
Según varios cronistas, fue recibido con salvas de cañón y “con ese entusiasmo que nace en una intensa naturaleza latina”. El periódico The New York Times fue más allá al reportar la visita en un despacho del 16 de enero de 1928: “fue la más alegre y feliz bienvenida que haya recibido alguien en esta verde isla del Caribe”.
Nada raro. Los cubanos han sido siempre hospitalarios y amantes de los espectáculos y las telenovelas. Y tan corteses como emocionales, al punto de que hoy son los únicos pasajeros que aplauden al piloto cuando el avión en que viajan desde Miami aterriza en la pista de Rancho Boyeros.