“Yo soy autodidacta. Nunca fui a una escuela para pintar”, dice Juan Carlos con humildad, pero también con la seguridad de quien ha encontrado su camino. Nacido en Guantánamo, su historia no es solo la de un artista: es la de un hombre que ha transformado cada etapa de su vida en un acto creativo. Entre cuadros pequeños, ferias comunitarias y caminatas descalzo por su jardín, ha construido una rutina donde el arte, la naturaleza y la conexión humana se entrelazan como pinceladas en un lienzo.
Aunque se graduó en Filología en la Universidad de La Habana, fue la pintura la que se convirtió en su verdadera pasión. Desde niño, cuando se aburría en clases, dibujaba en la parte de atrás de las libretas. Años después, ya en Estados Unidos, esa inclinación se transformó en oficio, en vía de sustento y también en forma de sanar.
Retirado y viviendo en Tampa, dedica sus días a la jardinería, al ejercicio físico y a pintar casi a diario. No expone en redes sociales ni en galerías, porque prefiere el contacto directo con la gente. “Interactúo con el cliente, veo las reacciones. No es lo mismo una reacción por teléfono que una reacción frente a frente”, afirma con sencillez. Para él, vender en los markets del área no es solo una forma de ingreso adicional, sino también un acto de compartir lo que ama hacer.
Cada sábado participa en alguno de los más de 30 mercados que organiza el Tampa Bay Market, donde, entre música en vivo y camiones de comida, ofrece sus cuadros. Él mismo los pinta, los enmarca, los transporta. “Llego una hora y media antes para armar todo. Me voy una hora después. En total, son como seis o siete horas de trabajo”, cuenta. Y lo hace sabiendo que sus obras, pequeñas y accesibles, son también un mensaje de identidad: “Lo mío es formato 5×7, 4×6… No pinto grande. Me gusta entrar y terminar rápido”.
Su pintura es principalmente abstracta, libre de reglas. Cree que el arte debe fluir desde la imaginación. “La inspiración puede venir de cualquier parte, y el abstracto te permite eso”, explica. Aunque en algún momento hizo copias de sus obras, hace más de diez años decidió que cada pieza sería única. “Si compras un cuadro, estás comprando un original”, dice con orgullo.
La creatividad ha sido una constante en su entorno más cercano. Motivó a su pareja a retomar el arte tras una infancia difícil, y ahora ella también comercializa sus obras. Su nieto, de solo ocho años, ya ha logrado reunir 180 dólares en ventas sumando varias de sus pequeñas obras. Su hijo, que estudió pintura en una escuela elemental en Guantánamo, hoy es tatuador y artista. “En el universo todo tiene un propósito”, reflexiona, y parece que en su caso, ese propósito ha sido inspirar a través del ejemplo.
Pero más allá de los pinceles, vive profundamente conectado con la naturaleza. Practica jardinería y grounding descalzo cada día. “El oxígeno allí es mejor. La naturaleza es parte de mi vida”, afirma. Esa conexión también se refleja en su poesía, donde el mar aparece como motivo recurrente: “Tiene todos los minerales. Uno entra al mar y sale nuevo”.
Llegó a Estados Unidos en 1996, luego de pasar por un tercer país. Desde entonces, ha trabajado en distintos oficios, siempre reservando sus fines de semana para la pintura. “Es como si fuera a la iglesia. La pintura es mi templo”.
Cuando le preguntan qué recomendaría a quienes están dando sus primeros pasos en el arte, su respuesta no deja lugar a dudas: acción. “El principio de la vida es la acción. Si tú tienes un propósito, hay que practicarlo, hacerlo todos los días. La disciplina y la persistencia son claves”. Y agrega una reflexión poderosa: “El cementerio está lleno de sueños. Hay que hacer que los sueños pasen de la cabeza a la realidad”.
No busca fama, ni seguidores en redes. Le basta con saber que lo que hace tiene sentido, que su obra transmite. En cada pincelada, en cada feria, en cada conversación, este artista de espíritu libre nos deja una enseñanza sencilla pero profunda: vivir con propósito, crear con pasión y ofrecer generosamente lo que nace del alma.